De niños nos han enseñado unos principios: no solo nos
enseñan a distinguir lo que está bien y lo que está mal, nos han enseñado que
debemos comportarnos, seguir ciertos estereotipos (“por nuestro bien”, nos
decían). Y pienso que lo que hacían era moldearnos a su antojo, haciéndonos
creer lo que es “correcto” para ellos.
Luego, cuando crecemos, nos damos cuenta de que podemos tomar
nuestras propias decisiones, decidir qué hacer y qué no. Salimos de esa burbuja
en la que nos metieron y empezamos de nuevo nuestro propio camino, con nuestros
ideales, sí, pero también tomamos algunas de las cosas que nos inculcaron.
Filtramos lo que queremos, lo que creemos que es “correcto” (quizá por eso nos dicen
que la adolescencia es la peor etapa, porque somos rebeldes).
Cuando maduramos, todavía no somos capaces de distinguir lo
“correcto”, porque es imposible que todos pensemos del mismo modo, pero
seguimos cada uno aferrándonos a nuestros ideales. En cierto modo, este proceso es una espiral, un círculo, el
pez que se muerde la cola, llamémoslo ‘X’. Pues siempre volvemos a caer en aquello
que evitamos, en lo que nos hicieron a nosotros: constantemente estamos
pendientes de convencer a todo el mundo con lo que creemos “correcto”, aun
sabiendo que cada uno tiene su opinión y sus principios.
Llegados a este punto, ¿de verdad estamos siempre en
lo cierto? ¿Qué es eso que llamamos “correcto”? ¿Acaso no será simplemente un
tópico? Todos tenemos nuestra propia opinión, de modo que siempre será
imposible convencer a alguien que piensa en otras cosas.
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